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El primer paso del reciclaje es fabricar juguetes en casa

Me acuerdo del reciclaje antiguo: corral con gallinas a donde se arrojaba la basura orgánica, otra no había. Me acuerdo de la fascinación del plástico, los colores, la textura… mi padre compró una funda de plástico para el teléfono, que era negro, todos eran negros. La funda era preciosa, amarilla, anaranjada, carioca, como los taxis de Nueva York.

El plástico fue lo más. Y ahora se nos ha ido de las manos. La forma inequívoca de describir un ser humano a un extraterrestre es: alguien que va con una bolsa de plástico… o dos. De todas formas, a pesar del horror que produce esta sobredosis, me sigue fascinando la voluptuosidad y la exuberancia de la civilización del plástico. Se llena el cubo en diez minutos, y para nada. Pero las formas son fastuosas: El más humilde envase tiene más curvas que un fórmula uno. Es la fascinación del horror.

Sabemos que tenemos que parar esto, pero no sabemos cómo. Quizá la ciencia ha de inventar otro material más barato, más maleable, y más bonito. Que sea biodegradable o algo así. Quizá los próximos envases sean de piel humana, sintética, claro.

Las abuelas estaban abrumadas por esta saturación del plástico, el cartón y sus derivados, ellas fueron las primeras que empezaron a innovar en un primitivo reciclaje. He visto a señoras hacer paquetes con la basura y comprimirlos dentro de medio cartón de leche. Cortaban la caja por la mitad y tenían dos cajitas para rellenar. Paquetes en el cubo. Las bolsas, durante años, eran sagradas. Y en ciertas casas aún lo son. Hay personas mayores que las aprovechan varias veces, las vacían en otras bolsas más grandes, en sacos… Que luego son inmanejables. Reutilizar la bolsa es quizá una forma primitiva de pre-reciclaje.

Lo más exuberante (“la exiuberancia irracional de los mercados”, fabuloso poema de Alan Greenspan) fue la llegada del papel de aluminio. ¡Dios bendito! Esa lámina de papel… metálica… parecía recién llegada de aquellas misiones del Apollo, de la epopeya espacial. ¡Y aun hay quién duda del viaje a la luna! Bastaba con ver en cada casa, en el cajón de la cocina, un rollo de papel albal para comprender que la civilización avanzaba. Ahora el rollo de aluminio es trivial, pero hubo unos años en que era auténtica magia caída de la NASA:

Luego supimos que había industrias atroces, como Inquinosa, que envenenaban el mundo entero. Y ahora no podemos comernos un trozo de rape sin sospechar del maldito mercurio, aluminio, lo que llevara dentro ese pobre pez. El papel de aluminio permite jugar a millones de cosas: hacer una bola, construir un golem (un hombrecillo), un avión, un coche… un mundo.

Ahora pensamos, o deberíamos pensar, ¿cuántos litros de agua se han invertido para alisar este rollo de metal? ¿Cuánta energía?

Hasta el humilde cilindro que sostiene el papel higiénico sirve para hacer un moñaco sensacional, basta con darle cuatro cortes y pintarle unos mofletes. ¿Y el rollo de papel de cocina? ¿Podríamos vivir sin él? El rollo lo dejaremos para otro día.

En todo caso, como conclusión de estas nostalgias emponzoñadas por el futuro, la idea de que el primer reciclaje puede ser aprovechar plásticos, cartones y latas para fabricar juguetes, flexos, moñacos y toda clase de artilugios fantásticos. La tapa de ciertos yogures, la más recia, da para hacer cualquier cosa, es maleable pero aguanta. Soy un poco Diógenes. Todo ese desperdicio tiene su valor.

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